martes, 29 de mayo de 2007

“When I’m on stage, I’m trying to do one thing: bring people joy”
James Brown

Hay conciertos y conciertos. Desde los más pequeños, en clubs donde la audiencia se preocupa más de las copas y los panchitos –cacahuetes para los no residentes en Madrid- que del guitarrista de turno, hasta los grandes espectáculos que llenan estadios de fútbol o plazas de toros. Yo empecé yendo a todos los que podía, y todos me parecían en algún modo atractivos. Sin embargo, llegó un momento (posiblemente el mismo momento en el que me di cuenta de que en los bares había mucho humo y mucho ruido) en que empecé a verlos de otra manera.

Quizá me volví más exigente (o más raro, según se mire). Pero lo cierto es que, hoy en día, los conciertos que me parecen realmente buenos no son, ni mucho menos, la mayoría. Supongo que no es fácil reunir en un mismo evento calidad sonora, técnica instrumental decente y, sobre todo, capacidad de conexión con el público y habilidad para lograr que los temas en directo enganchen a quien los escucha, con independencia de su complejidad en la versión de estudio. Ahora bien, un gran grupo tiene necesariamente que ser grande en directo.

Mirando atrás, me vienen a la mente grandes citas a las que he tenido la suerte de asistir (no digo los años, pero algo ha llovido desde entonces):

- The Cure (Playa de Riazor, La Coruña): A un lado, el mar; a otro, el magnífico paseo marítimo de Riazor; en el centro, Robert Smith y los suyos haciendo mágica una noche de agosto. ¿Se puede pedir más?
- Ramones (Plaza de Toros, Oviedo): De los pocos conciertos que he visto que han empezado a la hora en punto. Aunque ya algo talludos, los neoyorquinos hicieron saltar a Oviedo con sus clásicos de rock’n’roll sin complejos. Algo tendrían. No es sencillo convertirse en una leyenda con tres acordes mal tocados.
- Morcheeba (La Riviera, Madrid): Finísima sección rítmica y un buen guitarrista (aunque no tanto como él piensa); todo eclipsado por una espectacular Skye.
- Paul McCartney (Estadio de La Peineta, Madrid): No soy objetivo, lo sé. Pero es de lo mejor que he visto y veré nunca.
- Phil Collins (Estadio José Alvalade, Lisboa): Pese al odio que le profesa el gafapastismo mundial, la potencia y calidad en directo de su banda están al alcance de muy pocos.
- Siniestro Total (Playa de Riazor, La Coruña): Es lo que tiene ser un mito. Puede uno mofarse de La Coruña delante de 50.000 coruñeses y recibir risas y aplausos a cambio.

Muchas veces pienso que cada vez me gustan menos los conciertos. Así, como suena. Menos mal que aún hoy sigue habiendo ocasiones felices que me hacen dudar –y mucho- sobre esta afirmación.

martes, 22 de mayo de 2007



“...los mismos antiguos juglares y trovadores escolares que siguen en el mester, los entrañables y nocherniegos universitarios que, desde hace muchos siglos, sucediéndose a sí mismos, recorren rondando el mundo, cultivan los instrumentos populares y practican un género de música entroncada directamente con las albadas medievales o los cantos escolares pobres, testificando así este fenómeno cultural único...”
Emilio de la Cruz y Aguilar


Qué quieren que les diga; a mí las tunas me gustan. Bueno, al fin y al cabo éste es un país libre, ¿no? También hay gente que paga por ver un concierto de Kraftwerk y nadie se ríe de ellos por la calle.

Los predecesores de las actuales tunas son los sopistas, cuyo origen se remonta al medievo, y que se hicieron conocidos por “trovar y tañer instrumentos para haber mantenencia” (la frase les sonará un poco rara; es que es de Alfonso X El Sabio). Desde entonces, los tunos de las distintas facultades y escuelas universitarias recorren las calles de España y del mundo, aún vestidos con sus “grillos” y sus capas cubiertas con cintas (cada una de ellas es, ya se sabe, “un trocito de corazón”).

Sin embargo, la tradición de la tuna en España no es, ni mucho menos, aceptada unánimemente como entrañable. Es cierto que el tuno tiene por definición cierto carácter canalla (quizá es que la necesidad agudiza el ingenio); es cierto que la institución llega a convertirse en una especie de secta cuyos adeptos no parecen reparar en temas tales como el que un tuno de 40 años haciendo un pasacalles está más fuera de lugar que Pepiño Blanco en una conferencia de física cuántica; es cierto que algunos tunos se ganan a pulso la repetición de la sempiterna (a la par que poco original) frase de “tuno bueno, tuno muerto”. Pero en cualquier caso, los sentimentales como yo defendemos el carácter folklórico de la tuna, valiosa difusora de la música de pulso y púa y de un sinfín de temas tradicionales españoles y latinoamericanos, cuyo peligro de extinción aumenta día a día.

En la foto, algunos de los miembros de la Tuna Universitaria Ferrolana, con sus respectivos tunos.


P.D. El blog de hoy va dedicado especialmente al “Abuelo” y a “Parábolas”, dado su inminente cambio de estado civil.....

martes, 8 de mayo de 2007



“¿Será posible que los tiempos que nos ha tocado vivir no nos hayan enseñado a tener una actitud más cautelosa en vez de destruir a las personas de talento?”
Mstislav Rostropovich

Mientras el pasado viernes los madrileños y asimilados nos preparábamos para el largo puente de mayo, una larga enfermedad se llevaba para siempre a uno de los mejores instrumentistas que hemos conocido: Mstislav Leopoldovich Rostropovich.

Nacido en 1927 en Baku (entonces Unión Soviética, ahora Azerbaiyán), Rostropovich inició su formación musical en el Conservatorio de Moscú, bajo la tutela de profesores como Shostakovich o Prokofiev (que más tarde escribirían obras especialmente para él). Desde sus inicios, Rostropovich destacó fundamentalmente por dos aspectos: el primero, por desarrollar una técnica de violonchelo casi extraterreste (como decía el propio maestro, el instrumento era “su voz”), que le hizo obtener prácticamente todos los grandes galardones existentes para jóvenes músicos rusos de su tiempo; el segundo, por mostrar una firme oposición a los distintos atentados del régimen soviético contra la libertad artística.

Esta oposición alcanzó su culmen en 1970, con la carta abierta que Rostropovich dirigió al diario Pravda (a la que pertenece la cita que abre estas líneas), en defensa del escritor Solzhenitsyn. Dicha misiva le valió, entre otras cosas, el ser designado para la motivadora misión de ofrecer una gira de recitales en diversos pueblos perdidos de Siberia.

Visto lo insostenible de la situación, Rostropovich abandonó su Rusia natal, pensando que nunca volvería. Sí lo hizo, no obstante, tras la caída del muro de Berlín, evento que el músico celebró en el propio lugar interpretando una suite de Bach (foto).
Este año nuestra Reina Sofía ya no podrá celebrar su cumpleaños con el tradicional concierto de su amigo Slava. El sonido de su Stradivarius es parte de la historia. Sin embargo, su pérdida no sólo tiene repercusión musical. En tiempos en los que los artistas se convierten día a día en expertos en política internacional (evitaré hablar del caso español para mitigar el riesgo de envenenamiento si, en un descuido, me muerdo la lengua), seguro que echaremos de menos a alguien que sólo criticó a los políticos para defender algo tan simple y tan complicado como la libertad para crear arte y permitir que los demás lo disfruten. Yo, por lo menos.